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viernes, 4 de enero de 2008

LA CIENCIA DE LAS CIENCIAS

HASTA hace relativamente poco tiempo la filosofía tenía como uno de sus objetivos construir una imagen coherente del mundo, una suma de las ciencias en un conocimiento general que las abarcara. Pero se estableció una carrera desigual, como la de Aquiles y la tortuga, en la que el conocimiento científico se hizo demasiado vasto y la filosofía encontró excesiva la tarea de coordinarlo, por lo que se retiró de la frontera, refugiándose en temas cada vez más estrechos. Lo que empezó a quedar fue el especialista científico que sabía cada vez más y más de menos y menos, o el especulador filosófico que sabía cada vez menos y menos de más y más. Los hechos remplazaron a la comprensión y el conocimiento explotó en fragmentos que no podían generar sabiduría, por lo que hubimos de contentarnos, en el mejor de los casos, con la erudición. La brecha entre la vida y el conocimiento se hizo cada vez más honda, de tal manera que enmedio de un aprendizaje inmenso floreció la ignorancia.
Estas inquietantes ideas fueron expresadas en 1952 por Will Durant en el prefacio a la segunda edición de su Historia de la filosofía. Probablemente pocos filósofos y científicos se adhieran a ellas hoy. Sin embargo, es probablemente cierto que la filosofía como la practicaban Platón, Spinoza, Kant o Nietzsche tenga menos posibilidades de desarrollarse ahora que antaño. La filosofía académica de las universidades es una actividad cada vez menos unificada y más especializada, sin que por ello carezca de interés. Muchos de los filósofos se dedican a comentar a los clásicos o a otros pensadores; algunos más son epistemólogos o filósofos de la ciencia y se abocan a analizar los métodos y las teorías de la ciencia desde un punto de vista lógico y conceptual. Muchos batallan con el lenguaje, su estructura, su pertinencia para abordar problemas del conocimiento, sean sociales, éticos o científicos. La mayoría milita en facciones que se ven con recelo: hay filósofos analíticos, materialistas dialécticos, fenomenólogos, estructuralistas, deconstruccionistas. Los ontólogos y metafísicos, aquéllos que tratan de abordar la esencia de las cosas, el ser mismo, son cada vez menos. Varios se avergüenzan del pasado especulativo y se acercan a los científicos, a las computadoras o tratan de poner en lenguaje matemático las proposiciones. Estas empresas son intelectualmente fascinantes y tienen un lugar indudable en el mundo del conocimiento. Sin embargo, cabe preguntarse si quedará algún lugar para aquella filosofía entendida como "el amor al conocimiento" y que es, como es bien sabido, la etimología de la palabra. Yo creo que ese lugar no sólo debe preservarse sino ampliarse, entre otras razones porque puede llegar a desempeñar un papel central en la posible integración de la ciencia con las artes y la sabiduría.
La disyuntiva entre la filosofía académica actual y el antiguo amor a la sabiduría consiste sencillamente en el dominio del conocimiento que cultivan. La filosofía académica se aboca a problemas concretos con una metodología lógica y argumentativa cada vez más rigurosa. Tiene, quizás, menos que ver con las cuestiones que preocupaban a los grandes filósofos del ser, la esencia, el cómo vivir, en qué creer y por qué. Más que pretender erigir un sistema explicativo, lógico y crítico general se aboca al análisis de parcelas o de problemas teóricos muy puntuales y casi empíricos, como el significado, la creencia o el libre albedrío. Algunos consideran que los problemas metafísicos clásicos son estériles, ininteligibles o bien que no se pueden abordar con la herramienta fundamental del filósofo, es decir, con el lenguaje de la lógica. Uno de los grandes filósofos de este siglo es en buena parte responsable de esto, el austriaco-inglés Ludwig Wittgenstein (1889-1951). Y sin embargo, este hombre era, a todas luces, un filósofo a la vieja usanza, un buscador de la verdad dotado de una mente lúcida y penetrante. No es un pensador fácil de entender y existen varias interpretaciones de lo que dijo. Lo que demostró sin duda alguna es la limitación del lenguaje para referirse a cuestiones metafísicas, pero no por ello consideró que las cuestiones mismas debieran ser arrojadas por la borda, ya que en toda su obra se transparenta la noción de que existen diversos modos de entender y de conocer, y de ellos sólo algunos son formas de pensamiento que puedan ser expresables en lenguaje. Es así que, a pesar de las críticas externas y de la división interna de la filosofía académica moderna, el amor a la sabiduría ha dado grandes frutos en nuestro siglo. Hemos mencionado a Wittgenstein. Podríamos agregar a varios más: Bertrand Russell, Alfred Whitehead, Miguel de Unamuno, Paul Tillich, Martin Heidegger y Teilhard de Chardin.
También han florecido grandes escuelas del pensamiento. Por ejemplo, los grandes físicos que revolucionaron la ciencia en los años veinte incursionaron en la metafísica y enriquecieron, al relativizarlas, las nociones de espacio, tiempo y materia. Otra escuela de gran trascendencia sapiencial es el existencialismo y tiene poco que ver con la imagen que se popularizó a mediados de siglo de intelectuales lánguidos y desesperanzados oyendo cantar a Edith Piaf. El valor de vivir en un mundo incierto, el énfasis en la esencia del hombre como un devenir en ese mundo, como un existir, la duda permanente y sistemática, el valor absoluto de cada ser humano, el ser como esencia y la fenomenología como método de conocimiento, han sido nociones de enorme importancia no sólo intelectual sino vital para muchos de nosotros. De hecho, varios de los filósofos llamados existencialistas merecerían el título de sabios.
Uno de ellos, el pensador alemán Karl Jaspers (1883-1969), es un ejemplo del filósofo amante de la verdad y buscador incansable de la sabiduría. Jaspers nos ha enseñado cómo cualquier persona puede adquirir la verdad filosófica mediante la reflexión metódica y el compromiso vital. "Ser filósofo", puntualizaba aún antes y en el mismo sentido Henry David Thoreau, "no es simplemente tener pensamientos sutiles, ni fundar una escuela, sino amar la sabiduría tanto como vivir, de acuerdo con sus dictados, una vida de simplicidad, independencia, magnanimidad y confianza".
El cultivo de la sabiduría es, entonces, un mundo distinto de la filosofía académica, si bien algunos de sus miembros, junto con muchos otros seres humanos, puedan desarrollarla. Las características de esa filosofía son, según Jaspers, el tratar de ver la realidad en sí misma mediante la reflexión profunda y el diálogo con uno mismo, abrirnos a la vastedad que nos circunda y osar comunicarla en espíritu de la verdad, mantener despierta la razón, con paciencia y sin cesar, incluso ante lo más extraño. La filosofía es aquella autorreflexión mediante la cual el ser humano llega a ser él mismo al hacerse partícipe de la realidad. Son estos conceptos asombrosos que sacuden nuestro ser por su coraje y esperanza.
La filosofía concebida como amor a la sabiduría sigue siendo un faro de luz que nos orienta al iluminar las oscuras y turbulentas aguas que surcamos.

EL DIÁLOGO CORDIAL
Hacia 1968, cuando empezaba a hacer investigación experimental, una llamada distinta de la ciencia me embelesaba de lejos: la de la filosofía. Era una voz más prometedora aún que hablaba de conocimientos más profundos y certeros, de una forma de vida, de un potencial indefinido.
Una vez tomé una decisión precipitada. Salí de mi laboratorio en la UNAM y me dirigí a la Facultad de Filosofía y Letras con pasos firmes. Al llegar pregunté a un alumno aparentemente enterado quién era el mejor maestro de filosofía. Me preguntó, un tanto divertido, que de cuál materia, y después de un momento de duda le dije "de metafísica", porque suponía que era la esencia misma de la filosofía. Me respondió rápidamente con un nombre: Eduardo Nicol. Me cercioré de los horarios de sus clases y me metí a escuchar alguna. Un hombre menudo, impecablemente vestido, disertó una hora sobre el ser, escribiendo en griego y de memoria a Platón. Poco entendí, pero su actitud me parecía inequívoca: se trataba de un filósofo, de un explorador de la verdad.
La inquietud fue madurando en un proyecto: tomaría a la filosofía como una compañera de camino. De esta suerte empecé a cultivar algo de filosofía de la ciencia y a la larga me volví a encontrar con Nicol a través de su obra. Me sorprendí de la magnitud y profundidad de su labor. Me parecía un metafísico notable y, más aún, un pensador con el que me identificaba y que proporcionaba argumentos sólidos para sustentar mi propio trabajo, en particular sobre la relación entre la conducta, la biología y la mente.
A mediados de 1990 le hablé por teléfono con la excusa de pedirle su opinión sobre un manuscrito al respecto. Con inmensa amabilidad y a pesar de estar notoriamente débil me recibió varias veces en su casa. Charlamos interminablemente en un diálogo cordial que me abrió una vez más el panorama de la filosofía hacia horizontes eternamente cambiantes. Tuve el placer de llevarlos a él y a su esposa a la emotiva ceremonia con la que la UNAM y su rector rindieron homenaje a los académicos de la emigración española, de los cuales era Nicol el decano, y por lo que hubo de pronunciar el discurso de aceptación. La formalidad del acto no impidió que se nos llenaran los ojos de lágrimas a muchos cuando Nicol dijo: "somos mexicanos nacidos en 1939." Al final lo abracé enternecido. Poco después se desmayaba con un corazón agitado de impresiones. Hubo necesidad de llevado al Hospital de Cardiología y salió con bien ya que, según él mismo bromeó, tenía un buen corazón en los dos sentidos del término. Pero desafortunadamente le quedaba poco por andar a ese corazón.
Nacido en Cataluña en 1907, Eduardo Nicol se nos fue el 6 de mayo de 1991. En su vida y en su obra fue un heredero cabal de los filósofos griegos y como ellos cultivó fundamentalmente el logos. Alguna vez le pregunté ingenuamente qué significaba el logos, su respuesta fue inesperada: "la voz." La voz... Es decir, la palabra y la razón que la engendra, la voz que manifiesta, además del pensamiento, la individualidad y la emoción; la voz que constituye la expresión humana en todas sus modalidades: arte, filosofía, ciencia, poesía. Para Nicol la voz del hombre se expresa simbólicamente y el símbolo es el material que une a quien lo expresa y a quien lo recibe en ese diálogo que constituye la esencia de la comunidad humana. El símbolo, entonces, es vínculo, y el vínculo cultura. Es así que el hombre es el ser de la expresión, un ser cuya insuficiencia se compensa mediante el vínculo del diálogo (logos de dos). La ciencia es uno de esos diálogos ya que se basa en la intersubjetividad. La verdad que descubre la ciencia es objetiva porque es intersubjetiva. Es así que expresar para ser es la vocación más humana.
El ser de los metafísicos no es entonces para Nicol una esencia misteriosa y oculta, sino una expresión manifiesta: está a la vista a través de la voz, del logos. El hombre expresa su ser y al hacerlo lo transforma. Así, el ser no es eterno e inmutable; por el contrario, es cambiante, metabólico y proteico. En una palabra es histórico y es real, aunque no por eso pierde su misterio. La metafísica, como ciencia del ser, es ciencia del devenir ya que hablar del ser es hablar del tiempo. La reflexión filosófica, o sea la autoconciencia, es una conciencia histórica. El pasado queda así interiorizado y con ello el ser cambia y se enriquece.
La clave del cambio está en la gestación del acto, con lo cual el ser humano se crea a sí mismo a partir de lo que le es dado: su biología y su cultura. Tal creación es efecto y potencia de la libertad. La metafísica vuelve a tomar en Nicol su función fundamentadora y de principios generales. Es la ciencia de las ciencias. Estas son ideas fundamentales para la renovación de la fenomenología y de la dialéctica que edificara Nicol con su amplia obra.
Para el mediterráneo Nicol, el filósofo es un indagador de la verdad, que tiene, además, el compromiso de expresarla. Pero la verdad del hombre no es una idea de tesis, una simple teoría, sino una verdad existencial en la que se manifiesta la vida misma, la realidad de verdad. De esta manera la filosofía es vocación de la vida y tiene el cometido de transformar al mundo formando al individuo. Para esto se requiere que razón y emoción estén vinculados como lo están el entendimiento y el sentimiento en las primeras expresiones líricas del mundo. La filosofía, lo mismo que el arte y la ciencia, es una forma de ser. La autenticidad se alcanza con el própoito, en la fidelidad a la verdad y la recta dirección de la palabra. Es así que la filosofía logra alterar a fondo la existencia humana: pensar el ser es cambiar el mundo, notable tesis en la que se funden lo individual y lo social. La meditación profunda nos transforma y al expresarnos desde ese centro cambiamos la historia.
Es así que con el mexicano Nicol me encuentro cara a cara con aquella intuición de una filosofía que me embelesaba de estudiante con grandes promesas. A mi entender Nicol está emparentado directamente y gracias a 2500 años de cultura mediterránea, con uno de los primeros y más inquietantes filósofos de la humanidad, con Heráclito de Efeso, el del logos original, para quien el proceso cósmico era análogo al poder de la razón humana y cuya manifestación es la unión de los contrarios.
El verdadero maestro, decía el catalán Nicol, no es aquel cuyas ideas vamos a retener o con quien venimos a coincidir. Maestro es quien nos obliga a detenernos en su obra reflexivamente y luego nos impulsa. Le guardamos fidelidad en la medida en que el impulso nos separa de él. El movimiento es el de la gestación y no el de la conclusión. Muchos de nosotros hemos de agradecer ahora y en el futuro el impulso de Eduardo Nicol.
Por mi parte, además, mantengo con él un diálogo cordial, un amoroso logos de dos.

LA DUDOSA FE Y EL SABER CERTERO
Paul Tillich (1886-1965), uno de los teólogos cristianos más destacados del siglo, estudió en la misma Facultad de Teología de la Universidad de Königsberg, donde enseñara Kant, y en la Universidad de Halle. La libertad de pensamiento de estas venerables instituciones dejaría en él una huella permanente que lo llevó a rechazar toda rigidez en el luteranismo sin renunciar a sus fundamentos cristianos. Consecuente con esa huella, Tillich fue el primer académico alemán no judío cesado por sus críticas a Hitler y al movimiento nazi. Emigró a Estados Unidos donde fue profesor de teología en las universidades de Harvard y Chicago.
Tillich era un teólogo revolucionario: rechazaba la idea de un dios antropomórfico y personal, dudaba de la posibilidad de analizar lógicamente la misión espiritual del ser humano y reformuló la fe en términos que interesan a todos, científicos, agnósticos y ateos incluidos. Dos de sus libros trascendieron el ámbito religioso y fueron ampliamente comentados: El valor de ser (1952) y La dinámica de la fe (1957). Comento algunas ideas del segundo libro que sacuden las formidables barreras que han separado tradicionalmente a la religión y a la ciencia, entendidas ambas como actividades humanas y no como instituciones.
Lejos de ser una creencia justificada por la autoridad o la tradición, para Tillich la fe es un estado de preocupación fundamental sobre las cuestiones que interesan centralmente al ser humano. Tal preocupación, una vez adquirida, produce una demanda de tal magnitud que en ella se centra la personalidad toda —emoción, pensamiento y voluntad— en un acto deliberado. De esta forma la fe se desarrolla en un terreno de libertad personal que trasciende lo consciente y racional para emerger de lo trascendente que hay en el ser humano, de aquello que sobrepasa su experiencia. La pasión infinita con la que antaño se describía a la fe se convierte en una pasión por el infinito y se vuelve a la vez objetiva (aquello en lo que se tiene fe) y subjetiva (el acto central de estar fundamentalmente preocupado). Esta simultaneidad implica que al experimentar lo fundamental se rompe la barrera entre sujeto y objeto y que aquello que preocupa centralmente al ser humano se torna sagrado. Lo sagrado tiene un carácter ambiguo e incierto y aceptarlo constituye un acto de valentía. Lo sagrado se reafirma como el "misterio fascinante y terrible", según lo habría definido Rudolph Otto.
El valor de vivir consiste, entonces, en asumir la incertidumbre de la existencia, la incapacidad de encontrar respuestas finales que satisfagan plenamente nuestra búsqueda. En pocas palabras: la duda está implícita en la preocupación fundamental, en la fe.
En vista de esto y como la fe no admite autoridad final en las cuestiones fundamentales, resulta que los creyentes de las diversas iglesias que se contentan, sin cuestionarlas, con un conjunto de creencias inamovibles, son las personas que tienen menos fe, en tanto que muchos científicos, artistas o filósofos ateos o agnósticos, en su búsqueda de verdades trascendentales, han demostrado reiteradamente que tienen una fe intensa. Más aún, la fe no afirma ni niega nuestro conocimiento empírico y científico, el cual proporciona certezas más o menos sólidas sobre el mundo, engendra dudas lógicas y pone a prueba hipótesis y teorías. La fe produce certezas y nuevas dudas de índole vivencial y existencial que no versan sobre hechos o conclusiones. La duda de la fe tampoco es la del escéptico y que suele conducir al cinismo, a la desesperación o a la indiferencia. La duda de la fe es la que se percata de la incertidumbre de todo problema fundamental. Es, quizás, comparable a la actitud socrática de negar toda certeza final y de mantener toda cuestión abierta a nuevas evidencias sin importar su naturaleza. Esta incertidumbre sobre cuestiones centrales, como la existencia o naturaleza de Dios, la inmortalidad del alma, el significado de la vida, es lo que Miguel de Unamuno denominó el sentimiento trágico de la vida. Es así que no hay conflicto entre razón y fe; por el contrario, la razón proporciona herramientas para entender y manipular la realidad, en tanto que la fe da la dirección en la que los conocimientos deben ser usados.
Ahora bien, la fe se expresa en un medio social, en una comunidad donde adquiere el lenguaje que le es particular: el lenguaje del símbolo y del mito. El símbolo es aquel signo que, a diferencia de otros, participa directamente en aquello que apunta, como la bandera que participa de la dignidad de la nación que simboliza. El símbolo y el mito, como bien lo ha expresado Joseph Campbell, tienen una función de capital importancia: nos abren niveles de realidad nuevos, dimensiones inexploradas de nosotros mismos y señalan los temas esenciales. El símbolo no se puede producir conscientemente: nace, crece y muere en las culturas engendrado por la información en la que están inmersas. De esta manera Dios es un símbolo de la fe, como lo son los fundadores de las religiones y los santos que representan lo que es en realidad o lo que puede llegar a ser la criatura humana. En este contexto el sacramento toma un nuevo significado: en un punto concreto de la realidad y mediante un acto simbólico, la fe avizora el significado último de toda realidad.
Con estas poderosas premisas el conflicto entre ciencia y fe adquiere una nueva faz: aparece como un conflicto en el que ninguna de ambas actividades había tomado su lugar y dimensión de validez. Es así que los representantes de la Iglesia confundieron los símbolos ancestrales de la fe con la astronomía de Ptolomeo y reprimieron indebidamente a Galileo. De la misma manera los representantes de hoy confrontan estérilmente la letra bíblica con las hipótesis evolutivas. Asimismo, en el otro sentido, los descubrimientos de la ciencia no pueden apuntalar ni negar la fe; su dimensión de significado y su ámbito de conocimiento son otros. Por ejemplo, una demostración histórica de que Lao-Tsé, Cristo, Buda, Moisés o Mahoma no existieron, no implicaría cambio alguno en la fe concebida de esta manera.
Menos clara es, sin embargo, la distinción entre la verdad filosófica y la verdad de la fe, en particular cuando se habla de la filosofía en su acepción práctica de amor a la sabiduría. Si bien la filosofía utiliza argumentos y la fe símbolos, existe una clara intersección entre ambas actividades, terreno que Karl Jaspers denominó la fe filosófica y que Aldous Huxley concibió como la filosofía perenne: el área de convergencia y de intersección entre los sabios y los místicos de todas las épocas y culturas.
Hoy en día el ser humano se encuentra en un estado de enajenación de su propia naturaleza: su razón y su fe no son lo que debieran ser y se encuentran en conflicto. Para resolver tal enajenación es necesaria una revelación, entendida como una experiencia de preocupación fundamental y la única conversión posible es la de aquel que adquiere la preocupación y, con ello, la salud espiritual.
La vida de la fe conduce a la integración de la personalidad, es una vida de concentración en lo más trascendental de la existencia y en consecuencia es la fuerza que aglutina al pensamiento, la emoción y la voluntad.

LA EXPLORACIÓN ESPIRITUAL
La tajante separación entre ciencia y religión data de los inicios de la cultura europea del siglo XIII. Hasta ese momento la teología acomodaba, a veces con dificultades, la especulación filosófica y la práctica religiosa. Sin embargo, desde sus inicios, la filosofía natural surgió como una alternativa de explicación para los fenómenos de la naturaleza, con lo cual se instauró un doble estándar del conocimiento: las verdades accesibles por la razón y las verdades accesibles por la revelación. El doble estándar no siempre fue exitoso, en particular en las aciagas épocas de la Inquisición, cuando el celo de exclusividad cobró víctimas heroicas de entre las filas de los primeros científicos, como Miguel Servet. La relación entre ciencia y religión se hizo aún más tirante en los siglos siguientes, excepto, quizás, en el barroco, cuando Descartes, Spinoza o Leibniz hicieron un intento extraordinario de hacerlas compatibles a la luz de una especie de racionalismo místico que tuvo gran trascendencia filosófica pero que no logró reunir religión y ciencia. Es así que para finales del siglo pasado el divorcio era absoluto y continuaría, con algunas notorias excepciones, hasta la actualidad.
Algunas de estas excepciones, en particular varios de los mayores físicos de nuestra época, merecen algún comentario. Max Planck, por ejemplo, consideraba que la creencia en un Dios se veía respaldada por el hallazgo de que las partículas elementales se comportan de acuerdo con un conjunto de leyes fundamentales de la materia. Por su parte, Albert Einstein no veía conflicto entre la ciencia que busca lo que es y la religión que permite la evaluación del pensamiento y la conducta humanas. Einstein tenía una religiosidad cósmica según la cual el ser humano se asombra ante el orden del mundo y experimenta su existencia como una prisión que le impide participar de la significación total de ese mundo. Tal religiosidad se expresaría particularmente en el budismo, en San Francisco de Asís y en Spinoza.
Ciertamente Baruch Spinoza (1632-1677) propuso una imagen del cosmos particularmente compatible con una ciencia y una religiosidad abiertas e inquisitivas. La clave de esa imagen es la inmanencia de lo divino en el mundo. No se trata de un panteísmo grosero según el cual todo lo que existe es divino, sino de un mundo esencialmente complejo y múltiple que puede ser considerado como materia y como espíritu indistintamente. La propuesta contiene, entre otras cosas, una solución posible al problema mente-cuerpo, ya que el proceso corporal es físico y psíquico a la vez: el cuerpo vivo y en acción no es sólo materia ni sólo mente, es cuerpo-mente, una tesis desarrollada por el filósofo fenomenólogo y existencialista francés Maurice Merleau-Ponty. La materia, como diría el también espinoziano Teilhard de Chardin, está cargada de espíritu y la realidad última del mundo es ambigua y misteriosa.
Teilhard de Chardin (1881-1955) merece un comentario especial en el contexto de este libro y de este capítulo, ya que se trata de un hombre de ciencia, de un religioso y de un pensador que intentó amalgamar sus dispares intereses en una obra de gran aliento. Teilhard hizo importantes aportaciones geológicas y paleontológicas, en particular el descubrimiento del llamado "hombre de Pekín", la creación de la geobiología como una síntesis de la paleontología y la geografía, así como una larga labor sobre la ortogénesis, es decir, la convergencia evolutiva en particular del fenómeno de encefalización y evolución de la mente, a los cuales reunió en el concepto de noogénesis. Teilhard, convencido evolucionista, propuso en El fenómeno humano que la evolución tiene una direccionalidad: el incremento de la conciencia sobre la Tierra, desde un caldo de materia primordial (el alfa) hasta un punto de convergencia final, el punto omega, que simbólicamente corresponde a la segunda venida de Cristo. En forma similar a Spinoza, que fuera condenado tanto por teólogos judíos como cristianos, la obra de Teilhard fue objeto de prohibición y de ataques del Vaticano, y no se pudo publicar sino hasta después de su muerte.
Pero éstas son personalidades de alguna manera tangenciales al conflicto ciencia-religión y que, a pesar del interés y valor de su vida y obra, no lo han evitado ni abolido. En los tiempos que corren parecería que la religión flota en un vacío. Por un lado están los creyentes que niegan o desdeñan el valor de todas las enseñanzas ajenas al afirmar la absoluta e incuestionable verdad de la propia tradición. Para la mayoría de estos creyentes la ciencia constituye una amenaza que descartan con argumentos cada vez más endebles. Con todo ello su credo se aísla y anquilosa progresivamente. En el extremo opuesto está un número creciente de personas, entre las que se encuentra la gran mayoría de los científicos, que consideran a la religión como un vestigio irracional del pasado, lo cual comprueban precisamente con las actitudes caprichosas y hostiles de los creyentes. En último término aquéllos resultan también creyentes, usualmente de un cientificismo dogmático que pretende poseer la respuesta actual o potencial de todos los enigmas que confrontan al ser humano.
Entre estas dos actitudes se mueven los que podríamos denominar exploradores tambaleantes. Algunos de ellos mantienen de diversas formas la práctica de alguna religión pero cuestionan y critican, con base en evidencias científicas y filosóficas, muchos de sus fundamentos, credos y prácticas. Otros no se identifican con ninguna religión particular pero consideran que el mundo espiritual de la fe, del ritual y del símbolo contiene elementos profundamente humanos sin los cuales no es posible tener acceso a ciertos aspectos elevados del conocimiento, los cuales están cifrados en todas las religiones mayores y a los que también se puede tener acceso mediante la experiencia de todas las artes. Una nueva actitud parece irse conformando en esta búsqueda. Una actitud que bien puede evocar a Spinoza, Goethe, Thoreau, Einstein o Teilhard de Chardin como sus heraldos occidentales y al milenario budismo como una de sus expresiones más depuradas.
Algunos de los postulados de esta nueva espiritualidad serían los siguientes. La realidad final del Universo es profundamente misteriosa, ambigua y tan compleja que continuamente esquiva la capacidad de entendimiento de los seres humanos. Sin embargo, algo se puede ir diciendo sobre ella: se trata de una realidad a la vez actual y potencial, de un proceso enérgico, creativo e incesante. Esa realidad es tanto material como espiritual, sin que podamos establecer claramente la esencia de cada una ni la naturaleza de su conflujo. La metáfora, el mito y el símbolo son los medios que tiene la mente humana para aproximarse a ella. De hecho, tanto la ciencia como el arte pueden considerarse formas simbólicas de aproximación. El ritual actualiza mediante sus operaciones simbólicas la preocupación sobre esa realidad. La indagación y la preocupación, así como la práctica sistemática de la concentración, como está prescrita en los más diversos sistemas de contemplación, permite al ser humano un desarrollo progresivo en el entendimiento de tal realidad, el cual se manifiesta en la sabiduría. Es decir, el adelanto del entendimiento se hace posible mediante la aplicación y la ampliación de la conciencia.
Sin embargo, más que un estado final o una meta a la que se llega por vías misteriosas, esta religiosidad se caracterizaría por una indagación apasionada que denominamos espiritualidad. Se trata de un sendero que promete sacar a la persona del encierro de la existencia y, sin embargo, el camino mismo está regido por la incertidumbre. En esencia, el sendero está marcado por la búsqueda de una significación más honda, de una realidad que se nos oculta, del orden que instaure lo que se intuye como un estado primigenio. Es así que, además de incluir a la cognición y la emoción, el sendero implica el desarrollo de una voluntad y un comportamiento profundamente éticos y morales de acuerdo con una especie de ley natural o imperativo categórico sin la cual es imposible el avance. Esa significación, esa realidad, ese orden y esa ley vienen a ser la esencia misma de lo sagrado. Constituyen, en su unidad, el concepto central y la intersección de las grandes enseñanzas espirituales de la humanidad, como el Tao, el Dharma, la Torah, el Logos. El trato íntimo del ser humano con esa realidad trascendental que le es sagrada viene a ser la marca de la religiosidad, el origen etimológico de la palabra (religión = reunión) y se manifiesta en ocasiones sumamente trascendentales por la plenitud de la presencia del abismo.

EN POS DE SOFÍA
"Ah, si el viejo pudiera y el joven supiera", dice el dicho. Pero ¿qué sabe el viejo? Decimos que sabe por experiencia, que el vivir le ha enseñado. Y sin embargo, algunos aprenden de la vida y otros no. Aprenden quienes se abren al mundo, quienes están dispuestos a profundizar en sus vivencias, a darles significado, a modificarse de acuerdo con ellas. Este tipo de conocimiento es lo que denominamos sabiduría y es más importante para regir nuestros actos y dar sentido a la existencia que cualquier otra forma de saber. No es en vano que el atributo humano más apreciado en las civilizaciones clásicas de China, India, Egipto, Grecia o Mesoamérica fuese la sabiduría.
En efecto, algunos historiadores afirman que el siglo más trascendental en la historia del ser humano es el siglo VI a. C. cuando, de manera sincrónica en diversas partes del mundo se tendieron los cimientos de una nueva conciencia sobre los pilares de la sabiduría, ya no de la magia o del mito literal. Según George Woodcock la coexistencia de Heráclito y Tales en la Hélade, de Lao-Tsé y Confucio en China, de Zoroastro en Persia, de los profetas judíos del regreso del exilio en Judea, y del Buda en la India marcó una verdadera mutación sincrónica en el pensamiento humano, mutación que evoluciona hasta nuestros días. Repasemos someramente algunas de sus manifestaciones.
A partir de su establecimiento en el siglo sapiencial, se diseminó por toda Asia, incorporando al brahamanismo y después al taoísmo, una de las enseñanzas más depuradas de sabiduría humana: la doctrina del Buda Sídhartha Gautama. El énfasis en la forma práctica de obtener la plenitud mental, la concentración estable, la benevolencia y la vida virtuosa hace del budismo la enseñanza más aplicable en cualquier parte de forma independiente de la cultura, la historia y la religión locales.
Por su parte, la literatura sobre la sabiduría floreció en el Medio Oriente desde los tiempos de los faraones hasta Israel, teniendo allí como principal promotor al rey Salomón, sabio por antonomasia. Tal literatura era producida por sabios profesionales que fungían como consejeros en las cortes y se consagraban a emitir máximas sobre la manera de conducirse o sobre el sentido de la vida. La forma más común que tomaron estas máximas fue el proverbio, un aforismo basado en la experiencia y de aplicación universal. Muchos otros eran acertijos, alegorías y parábolas. Las instrucciones de tales máximas eran fundamentalmente de carácter moral, el atributo práctico esencial de toda sabiduría.
Al recorrer este camino la sabiduría hebrea se hizo profundamente religiosa y se plasmó en los libros bíblicos que alcanzaron los niveles literarios de la mayor exquisitez: los Proverbios, Job, El Eclesiastés y El cantar de los cantares. Allí se manifiesta que el significado de la vida y la ley de Dios no pueden ser revelados mediante el lenguaje común o el filosófico, sino tangencialmente sugeridos por la parábola y, en particular, descubiertos por cada quien mediante un esfuerzo continuo. De esta forma el destino del hombre depende de su acción responsable y de su discriminación. Job viene a ser uno de los más puros héroes míticos de la sabiduría. Su sufrimiento, más que físico, es la agonía de quien se siente perdido en la inmensidad de un universo al que no encuentra significado. Del conjunto de los libros sapienciales de la Biblia colegimos que sabio es aquel que paga los favores, no urde maldades, evita las disputas, la arrogancia, el engaño, el crimen y el adulterio, cumple sus promesas, se prepara para los tiempos difíciles, es prudente, busca el entendimiento, da la bienvenida a la instrucción y... evita considerar que es sabio.
Los griegos concebían a la sabiduría como la disciplina racional que permite dirigir de la mejor manera posible el comportamiento, es decir, como el vínculo entre la contemplación y el recto vivir. En efecto, los célebres siete sabios de la Grecia presocrática fueron quienes lograron expresar sabiduría en sentencias breves, prácticas y profundas, como el eterno "conócete a ti mismo" atribuido a Tales, el "preocúpate de las cosas importantes" de Solón, o aquel "no desear lo imposible" de Quilón. El gran filósofo de nuestro siglo, Ludwig Wittgenstein, calificaría sin duda como uno más de los sabios con la sola frase que cierra su famoso Tractatus: "De lo que no se puede hablar, lo mejor es callarse." También nuestra María Zambrano podría acceder a ese estrato con uno solo de sus conceptos fulminantes: "siempre es ahora."
Para Platón la sabiduría preside la acción virtuosa que se manifiesta particularmente como prudencia y justicia. Estos juicios fueron exaltados más tarde por los estoicos, quienes enfatizaron que el carácter fundamental de la sabiduría es la serenidad. Otro atributo más es la renuncia, destacada por Marco Aurelio y que implica que el hombre puede poner en orden su propio mundo interior y debe prescindir de las cosas externas, una recomendación ciertamente audaz proviniendo de un emperador romano. Más tarde el neoplatonismo subrayó un carácter más de la sabiduría: la conciencia, entendida como la facultad de mirarse a uno mismo. La tradición medio-oriental y griega de los sabios ha continuado de manera independiente en el desarrollo de las ramas místicas de las enseñanzas del libro: el hasidismo de la religión judía, el sufismo del Islam y las órdenes contemplativas de algunas tradiciones cristianas.
A pesar de estos gloriosos antecedentes, el interés en la sabiduría ha caído en desuso en nuestra época. Ya no es tema que concierna a la filosofía académica y su cultivo ha quedado al margen de la cultura imperante, con su énfasis en valores situados en un extremo opuesto. La palabra misma se ha vuelto tan ridícula como la de virtud, que le ha sido tan cercana. Ciertamente varios filósofos y pensadores de nuestro siglo han insistido en la filosofía en su acepción primaria y etimológica de amor a la sabiduría y lo han ejemplificado con su propia vida. A pesar de ello se han hecho pocos intentos de analizar el saber de la sabiduría en comparación con otros tipos de conocimiento.
En este sentido haré referencia a dos pensadores contemporáneos que la han abordado con decidido interés y claridad. Me refiero al teólogo protestante Paul Tillich y al filósofo mexicano Luis Villoro. En El eterno ahora Tillich afirma que la sabiduría engloba al conocimiento, la experiencia y la autoinspección, pero que no es cosa solamente del poder intelectual. La sabiduría es misteriosa, profunda y ambigua: está oculta y manifiesta, es creativa y destructiva. Más aún, sin la experiencia de un profundo asombro ante el misterio del mundo y de la vida no puede haber sabiduría. De tal experiencia emana una enseñanza elemental: la de los límites del ser. El sabio acepta sus límites y su caducidad, se percata de los parcos alcances de su saber y de sus actos. No hay mayor distorsión del significado de la sabiduría que suponer que entraña la ausencia de decisiones radicales, el frío aislamiento, el astuto compromiso para obtener ventajas o la solemnidad. Ninguno de los grandes sabios de la historia —piénsese, por ejemplo, en los forjadores de las grandes religiones, en algunos de los llamados "santos" o en algunos filósofos, artistas y científicos mayores— ha mantenido un cómodo equilibrio en la vida. La sabiduría no es una vida sin errores, sino, en buena parte, el resultado de cometerlos y aprender de ellos. Gran sabiduría es darnos cuenta de nuestra irrisoria necedad.
Por su parte, en su magnífico estudio Creer, saber y conocer, Luis Villoro agrega que no es sabio quien aplica teorías sino enseñanzas sacadas de su experiencia. Al sabio le instruye la observación aguda, el trato con otros, el sufrimiento y la lucha, el contacto con la naturaleza, la vivencia intensa de la cultura. No es sabio el que sabe muchas cosas de muy diversas fuentes y materias o quien lo sabe todo de un tema especial; éste es el erudito o el perito, adjetivos de alguna manera diminutos. Sabio es quien puede discernir en cada circunstancia lo esencial tras las apariencias. La sabiduría es fundamentalmente práctica y aunque se expresa adecuadamente en poemas, mitos o proverbios, éstos de nada sirven si su enseñanza no es confirmada por cada quien en su vi da. La sabiduría es, en suma, el conocimiento más individual, el polo opuesto del conocimiento universal que es la ciencia.
La sabiduría parece tener dos vertientes que se entrelazan. Por una parte el sabio es una especie de conocedor o de experto en los aspectos más hondos y a la vez más pragmáticos de la vida y por la otra manifiesta un desarrollo acusado del carácter. El juicio y la ética se han unificado. De esta manera en el sabio se han integrado las potencias humanas de la cognición con el afecto y la voluntad, una integración que parece inevitable si éstas se desarrollan conjuntamente, integración que se manifiesta, finalmente, en una acción armónica, equilibrada y justa. La sabiduría es la luz misma de la iluminación budista.
La conclusión es evidente: aspirar a la sabiduría o desdeñarla es asunto de capital importancia.

LAS SUTILEZAS DE LOS SABIOS NECIOS
El chiste, el acertijo y la broma son excelentes y necesarísimos ingredientes de la sabiduría, ya que su esencia es precisamente la ruptura del orden lógico y del conocimiento formal con alguna salida que, como una chispa, ilumina bruscamente el entendimiento con una novedad, se desgrana en risa y deja un sabor de ingenio en la mente. Arthur Koestler ha mostrado repetidamente el cercano parentesco de la risa con el hallazgo y el descubrimiento en ciencia y en arte. ¡Ajá!, decimos en el momento en que se establece la claridad en la conciencia. ¡Ja, ja!, nos reímos cuando un chiste nos parece bueno por la inesperada ruptura con el orden esperado.
Entre la abundante bibliografía de la sabiduría, que incluye mitos, poemas, proverbios o parábolas, destaca por su agudo sentido del humor la anécdota del sabio-necio. No se trata del sabio arquetípico, distante y ensimismado en profundos pensamientos, o del imponente fundador de religiones o sistemas filosóficos, sino de la figura popular del sabio marginal y sagaz que lo mismo parece un loco que un santo, aunque sus locuras nunca dejan de sugerir una enseñanza ni sus hazañas místicas están desprovistas de cierta ridiculez. Estos personajes han poblado las tradiciones orales y varios inicios de literaturas. Los cuentos de los maestros zen con sus ilógicos acertijos y salidas absurdas recolectados por Paul Reps; las sutiles hazañas del Mulla Nasrudin, populares en los países árabes hasta hoy en día y difundidas en Occidente por Idries Shah; los cuentos de rabinos hasídicos de los ghettos de Varsovia o Praga recogidos por Martin Buber, Tiil Eulenspiegel, el juglar y mago alemán del siglo XV, Juan sin Miedo, Pedro de Urdimalas o, en más de una ocasión, nuestro eterno hidalgo Don Quijote de la Mancha serían algunos ejemplos de los que saco las siguientes gemas.
De la tradición hasídica he aquí un tratado mínimo sobre la incertidumbre asumida. El rabino Eliezer se dirige en la madrugada a su sinagoga clandestina cruzando la plaza central de Varsovia, ocupada por fuerzas de cosacos antisemitas. Un oficial cosaco, ricamente montado observa con desprecio la figura del rabino y decide hostilizarlo. Se le avalanza amenazadoramente hasta acorralarlo con su corcel y le pregunta: "¿Dónde vas tan temprano, rabino?" "Quién sabe", replica el rabino humildemente. Encolerizado el cosaco le grita: "¿Cómo que quién sabe, rabino, si todas las mañanas te veo cruzar la plaza con paso decidido, seguramente hacia alguna sinagoga? Andando a la cárcel que te voy a interrogar." "Ya ves", le dice el rabino serenamente: "quién sabe."
Ahora, de la tradición sufi una anécdota sobre la fortaleza y la debilidad de la lógica y la retórica. El sin par Mulla Nasrudin, de quien continuamente se duda si es un santo o un loco, ha sido electo, con reticencias y para ponerlo a prueba, como juez local durante una semana. Llega el primer caso. Se trata de un litigio entre dos partes sobre la propiedad de un terreno. Nasrudin le da la palabra a la parte acusadora. El querelloso está tan brillante, tan seguro y es tan convincente que el Mulla se deja llevar por el entusiasmo y al final de su alocución le aplaude y le dice: "¡Tienes razón, tienes razón!" El secretario se escandaliza y le advierte al extraño juez: "¡Pero si no has escuchado a la parte contraria!" Nasrudin se calma y le da la palabra al defensor. Este también es claro y penetrante, su argumentación es excelente. Nasrudin, fuera de sí, lo interrumpe: "¡Tienes razón, tienes razón!" El secretario pierde la compostura y se levanta para inclinarse hacia Nasrudin con el dedo amenazante: "No seas idiota, no pueden tener razón las dos partes." Y Nasrudin le replica, igual de eufórico: "¡Tienes razón, tienes razón!"
A continuación una sabrosa anécdota zen sobre la falsa sabiduría. Yamoaka, un estudiante de zen, después de visitar a un maestro tras otro y sentirse cada vez más enterado llegó con el maestro Dokuon. Deseoso de mostrar su grado de comprensión le recita las verdades más profundas del zen: "La mente, el Buda y todas las cosas no existen en realidad. La naturaleza última de los fenómenos es el vacío. No hay nada de que percatarse, no hay engaño ni mediocridad. No hay nada que dar ni nada que recibir." Dokuon, que fumaba tranquilamente, se mantuvo silencioso e impasible. De repente y sin previo aviso le asestó un buen golpe a Yamoaka con su pipa de bambú. Esto enfureció al joven estudiante. "Si nada existe", inquirió entonces Dokuon con una amable sonrisa, "¿de dónde sale tanta rabia?"
Ahora un pequeño cuento taoísta. Shu Fu-Tseu era un erudito escéptico que no creía en milagros. Cuando murió su suegro y Shu lo velaba solitario, el ataúd se elevó lentamente hasta quedarse inmóvil en al aire. Shu se horrorizó y postrándose ante la caja gritó atropelladamente: "¡Venerable suegro, te ruego que no contradigas mis creencias!" Dicho esto el ataúd bajó lentamente hasta depositarse en el suelo, con lo cual Shu recobró aliviado su escepticismo.
Alfredo López Austin nos cuenta un chiste del ubicuo Pedro de Ordimales recogido de entre los indios tepecanos de Jalisco. Iban unos arrieros por el camino real cuando vieron a Pedro de Ordimales brincando para atrapar algo con su sombrero. "¡Vengan a ver el pájaro cu!", les gritó Pedro mientras cubría el suelo con su sombrero. "¿Cómo es el pájaro cu?", preguntaron los arrieros. "Muy bello", contestó Pedro. "Si quieren se los vendo. Páguenme y préstenme otro sombrero; pero no lo destapen ahora porque me sigue. Esperen a que me haya alejado." Los arrieros, deseando admirar y quizás vender el pájaro cu pagaron a Pedro lo que les pidió, le dieron otro sombrero y esperaron a que se alejara. Luego alzaron el sombrero poquito a poco y el capitán metió la mano para coger el ave. Tanteó, localizó, cerró los dedos y sintió cómo inundaba su mano un buen montón de mierda fresca.
Puesto en este camino, se me ocurre rematar con una anécdota aparentemente verídica de uno de los grandes artistas de nuestro siglo que algo tenía de juglar, de payaso... y de sabio: Pablo Picasso. Un comerciante de cuadros, deseoso de establecer la autenticidad de un lienzo firmado "Picasso", viajo de París a Cannes para preguntarle directamente al maestro, quien, como de costumbre, se encontraba pintando. Le echó un vistazo al cuadro y dijo: "es falso." Preso de cierta sospecha el comerciante viajó de nuevo a Cannes después de unos meses con otro cuadro. "Es falso", sentenció el pintor después de voltearlo a ver por un instante. "Pero maestro —le dijo el otro—, sucede que yo lo vi trabajar en este cuadro y firmarlo." "Y qué —remató el gran malagueño—, yo suelo pintar falsos Picassos." Evidentemente las historias de los sabios que parecen necios tienen como propósito colocarnos en las arenas movedizas de la lógica, en la perplejidad y de ahí tratan de llevarnos hacia un espacio donde las reglas del significado son otras. Los conceptos se han venido al suelo. De una manera indirecta y jocosa, estas historias nos dicen lo que en plenas palabras advierte Alfred Korzybski, el creador de la semántica general: "el mapa no es el territorio" o "la palabra no es la cosa de la que se habla." Y, sin embargo, todos podemos leer esto, asentir sin dificultad y... continuar identificándonos con los conceptos y las palabras.
La lección es sencilla, pero sólo en apariencia: la sabiduría está más allá de las palabras, en una apertura directa de la experiencia. Las diversas tradiciones y los pueblos han generado estas anécdotas como medios de romper con el mundo conceptual y mostrar, así sea por el periodo que dura la risa, el mundo luminoso de la vivencia directa.

DE LA SOLEDAD SERENA
La realidad del ser humano se ha venido a plantear como el mundo que lo rodea y, en consecuencia, todo su sentir, pensar y obrar están vertidos hacia el exterior. El mundo de los objetos, de las posesiones, de las relaciones interpersonales, del trabajo o de la vida social ha adquirido una importancia absoluta en la definición del éxito o fracaso de una persona, si no es que de su esencia misma. En consecuencia se cree que la resolución de la problemática existencial se obtiene mediante la razón y la palabra, con lo cual una gran cantidad de energía se disipa en hablar y escuchar. Empujado por esta tendencia cada vez más generalizada, el ser humano actual ve en la soledad un vacío sin sentido o angustioso y tiene cada vez menos posibilidades de percibir la riqueza y plenitud que hay en ella. No hay nada tan característico del hombre moderno como la incapacidad de tomarse tiempo para sí mismo y distanciarse de la actividad externa a la que pertenecen no sólo la vida cotidiana sino aún el tiempo libre igualmente programado. Ha quedado en el olvido lo que ha sido subrayado con mayor ahínco en las más diversas enseñanzas y tradiciones humanas de sabiduría: el hecho de que en lo más íntimo de sí mismo es donde radica la definición y la confianza primordiales del ser humano. En efecto, no se llega a lo más íntimo de la existencia cuando se habla sino cuando se calla.
Al recogerse en sí mismo el ser humano se abre a su interioridad y en ella encuentra el arduo camino de la serenidad. Pero sintonizar el silencio no es fácil: hay que defenderse del estrépito del mundo exterior, encontrar un espacio de soledad y cultivar contra la corriente el aislamiento y la meditación. La meditación ha sido objeto de una gran curiosidad reciente, no siempre lúcida.
Meditar significa dar un paso de una dimensión a otra, de la dimensión del mundo externo de los acontecimientos que saturan nuestra vida a la de nuestros fundamentos que dan a la primera su profundidad y sentido. Este paso sólo puede ser dado en la soledad, y es en ella, paradójicamente, en donde se supera la enajenación. "Sólo en soledad", nos dice Unamuno, ese gran solitario, "nos encontramos; y al encontrarnos encontramos en nosotros a todos nuestros hermanos". Es en la soledad donde el ser humano puede explorar los confines de su existencia, y gracias a la meditación puede confrontar lo que le es más decisivo. Pero la soledad y la meditación no ofrecen la tranquilidad y el sosiego más que como objetivos finales. Son un camino en el que se abre la posibilidad de que surjan y se resuelvan los recuerdos más dolorosos y las dudas más acuciantes, un espacio en el que las preocupaciones más centrales hallan su propia mecánica y verdadero metabolismo. Es así que la meditación ofrece una ayuda —posiblemente definitiva— en las cuestiones más difíciles de la existencia.
En efecto, es en la soledad y en la meditación donde la persona puede ampliar su conciencia y pasar del olvido de su propio ser a la exploración de su esencia. El ensanchamiento de la conciencia es lo que permite penetrar al mundo de la interioridad humana, ya que la conciencia actúa como una luz, como una antorcha que ilumina el abismo en el que nos adentramos. La práctica de la atención diligente, que es la base de todas las técnicas de meditación y que sólo es posible empezar a cultivar n la soledad, es la luz en sí de la conciencia y nos permite, poco a poco y penosamente, adiestraría y dirigirla. Y acontece entonces que, en la medida en que profundiza en el encuentro con su base primordial, la persona encuentra una sensación de seguridad a la que no tiene acceso en su vida mundana habitual.
Sin embargo, como toda experiencia humana, la meditación tiene limitaciones y múltiples dificultades. En primer lugar no hay una satisfacción inmediata de los anhelos de paz y serenidad. Es difícil y se necesita mucho esfuerzo para llegar a conocer los numerosos grados y espacios de la interioridad. Hay muchos momentos de desolación, de sequedad y de simple resistencia. Es necesario empezar con lo más difícil: enfrentar el estrépito del mundo interno, el ajetreo del pensamiento, los intensos movimientos de la emoción, los muros de la duda y el aburrimiento. Ya en el inicio de cualquier práctica de meditación nos percatamos de que nuestra vida interior se encuentra en un estado de desorden sorprendente y lastimoso. No pensamos deliberadamente, sino que nos invaden pensamientos, nos penetra una corriente de sentimientos, asociaciones, impresiones, atracciones, impulsos y rechazos de toda clase. Y es ahí mismo donde empieza el trabajo de la meditación.
Notamos que es necesario acabar con el desorden, pero nos damos cuenta de que es una tarea titánica. El ejercicio meditativo empieza entonces desde abajo, con la iluminación consciente de las funciones más elementales, como la respiración, la deambulación o la postura. Esto supone ya grandes dificultades y el proceso es lento y trabajoso. Cualquier método de autoconocimiento que ofrezca un atajo resulta sospechoso. La meditación es un proceso orgánico de crecimiento y maduración que no se puede hacer de prisa. No hay calendarios ni se pueden programar los avances. A cada quien se le dan las herramientas y las técnicas para usarlas. El progreso dependerá de su tenacidad y pericia.
A pesar de las dificultades, quien ha probado el camino de interiorización persiste en él porque se ha dado cuenta de que es un proceso por el que obtiene un conocimiento y una solución auténticos de su predicamento existencial, porque con su práctica sistemática encuentra cierta seguridad que apunta, crecientemente, hacia una más permanente. Persiste porque, en definitiva, cambia su actitud al adiestrarse en la serenidad. Con todo esto podemos decir que la práctica prolongada de la meditación en retiros y en la vida diaria produce dos frutos que vienen a ser a la larga uno solo: la serenidad y la sabiduría. La serenidad implica cierto dominio de sí que le permite a la persona una relación más adecuada con el mundo de cosas que la rodean y apremian. Ejercitarse en una práctica meditativa bien estructurada y probada pone a la persona en mejores posibilidades de reflexionar y seleccionar. La serenidad, por su parte, nos adentra en el arte de observar y escuchar para asimilar, con lo cual es posible vivir más plena y adecuadamente. La serenidad no es propiamente una emoción o un sentimiento, es una actitud que, al tiempo que amplifica la intensidad de la experiencia, mantiene una distancia de ella.
Es en la soledad y aprendiendo a callar que podemos contener este mundo y respetar el ajeno pero, sobre todo, abrir un espacio interior para que se pueda dar otra experiencia, la que está más allá de las palabras y en la que se encuentra la clave de la plenitud.

1 comentario:

LOLY dijo...

Madre mia estaras extasiado.........
Yo ademas de casi ciega de tanto leer,lo estoy,eso que solo lei¡¡¡¡.
Y todo esto lo ha dicho un "pensador y filosofo" casi nada
enhorabuena tu si que vales....