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jueves, 3 de enero de 2008

ALQUIMISTAS

MAGIA Y SABIDURIA
Con una paciencia que casi no era de este mundo, el alquimista pasaba sus días intentando crear el homúnculo o buscando la fórmula química que lo hiciera invisible.

Por siglos, hombres y mujeres se estremecieron ante esta imagen: inclinado frente a una vasija de ágata que emite vapores densísimos y vistiendo extraños ropajes, un alquimista se desvela noche tras noche por conseguir la Piedra Filosofal que convertirá el plomo en oro. O por descubrir, al menos, la píldora de la inmortalidad. Habrá empezado por machacar la Materia Primera, Caos o Agente Mágico Universal: una sustancia pétrea de ardua recolección, usualmente oculta entre desechos pútridos y miasmas. Después, habrá introducido esa mezcla en un recipiente ovoidal (Huevo Filosófico) fabricado con cristales de gran pureza mediante procedimientos secretos. Con paciencia que no es de este mundo, el alquimista humedecerá luego ese preparado con el rocío primaveral cuya obtención sólo dominan los iniciados, para someterlo enseguida a la cocción en un horno o Atanor, cuyo fuego ha de ser regular y constante pero no excesivo, y jamás debe apagarse, ni de día ni de noche. Es un fuego secreto, Ignis Innaturalis, para alimentar el cual es decisiva una sal primordial, sintetizada por métodos químicos... Estará consumándose, de este modo, la Obra Magna de la alquimia, que incluye dos etapas fundamentales: la muerte y putrefacción de aquella sustancia primera, y más tarde "su resurrección en una forma nueva más noble y mejor".

Es decir, el químico-mago aspiraba a mejorar la creación, a superar la tarea de Dios. Nada menos. Todo ello, realizado de preferencia bajo el signo zodiacal de Aries y con la escolta de incesantes invocaciones místico-esotéricas.

Como culminación de la Gran Obra, estos taumaturgos soñaban obtener la Piedra Filosofal presuntamente capaz de transmutar, unos en otros, los elementos de la naturaleza: creían en efecto, que "todo está en todo, y es dable cosechar lo puro de lo impuro, lo alto de lo bajo, alcanzando por la vía la perfección oculta y la Redención Universal". No sólo eso: perseguían encontrar el Elixir de la Vida, o bien la Fuente de la Juventud. Otros aspiraban a objetivos más "modestos", como la creación del hombre artificial u homúnculo, o descubrir la fórmula de la invisibilidad, de la cuadratura

Del círculo y del movimiento perpetuo.

Para que no se piense que sólo se trata de creencias de la antigüedad, un volumen publicado en 1973 en Londres por el especialista Stamislas Klossowski De Rola asegura que el alquimista contemporáneo Armand Barbault consiguió, tras doce años de esfuerzo, lo que él llamó "el oro vegetal" o elixir de primer grado. Y acota De Rola: "Este elixir fue analizado por médicos suizos y alemanes, quienes lo sometieron a minuciosas pruebas de laboratorio. Se probó su enorme valor y eficacia, especialmente en el tratamiento de afecciones graves de riñón y corazón. Y aunque no fue posible analizarlo a fondo ni, por tanto, sintetizarlo, los científicos declararon que se hallaban en presencia de una materia en estado desconocido, con propiedades misteriosas. Mientras tanto, Barbault, con ayuda de su mujer y su hijo, continúa trabajando con el objetivo de obtener el elixir de segundo grado".

Idéntico afán movía en el siglo XII al mítico alquimista italiano Artefio, quien juraba haber alcanzado la edad de mil años y transmitió así su legado principal: "Cuando del mercurio, negro por la cocción, veas elevarse el color blanco, resplandeciente como una espada desnuda, será preciso continuar calcinando hasta que se manifieste la rojez centelleante, y en este momento cumbre la piedra filosofal aparecerá ante tus ojos".

Los alquimistas distinguían tres clases de fuego: tanto podía ser el originado por la acción del carbón sobre un horno o lámpara de aceite, como el húmedo procedente del baño de María, o sino el fuego sobrenatural provocado por la incandescencia del disolvente universal, el mercurio; pero si la combustión estaba una millonésima de grado por encima o por debajo de lo debido, todo se precipitaría al fracaso.

Más importante aún: dicho trabajo alquímico sólo podía ser factible uniendo en un verdadero "matrimonio contra natura" a dos principios opuestos. Uno de ellos solar, caliente y masculino: el azufre; y el otro lunar, frío y femenino: el mercurio. Dentro del mortero que se calienta, ambos "se morderán en forma cruel, y por su fuerte toxicidad y terrible ira nunca se sueltan, hasta que los dos acaban matándose y cociéndose en su propio veneno que, después de su muerte, los convierte en agua viva y eterna...", enseñaba en Paris y en el siglo XIV el legendario alquimista Nicolás Flamel.

A consecuencia de aquel combate tan mutilante y castrador como regenerador, se volatilizan y fijan vapores y sedimentos que van desde el negro a todos los colores imaginables: es la denominada "Cola de Pavo Real". Fenómenos no menos espectaculares acompañarían, se afirma, a la posterior sublimación y destilación, sujetas a reglas complejísimas que pueden insumir la vida entera. Por increíble que esto suene en la actualidad, el arte de la alquimia es casi tan antiguo como la civilización humana, y continuó una tradición enraizada en Caldea, en Grecia y en Egipto en el siglo IV A.c., alcanzando una primera edad dorada en Alejandría.

Se lo liga también, al taoísmo y el budismo tántrico: de hecho el primer tratado de alquimia conocido era chino, se tituló El Parentesco del Trío, y fue publicado en el siglo primero de nuestra era. Sin embargo, fueron los árabes los que transmitieron este arte a Europa y le dieron su nombre, anteponiendo a la palabra chemia (química) la partícula al.

Un caso inquietante fue el del francés Nicolás Flamel, quien en su obra El deseo deseado narra sus increíbles logros: primero, el 17 de enero de 1382 consiguió la conversión de media libra de mercurio en plata pura, "mucho mejor que la del minero".

Y el 25 de abril, con su hermosa mujer Pernelle, Flamel vio que su piedra filosofal blanquísima comenzó a despedir un fulgor rojo: poco después obtenía media libra "del oro más puro concebible".

Lo notable es que hay testimonios de viajeros que habían visto a los Flamel en distintos países, siglos después de que el sabio "fingiera" su muerte en 1418. Y Flamel recordó en su Thresor de Philosophie la teoría de los Cuatro Elementos aristotélicos (Fuego, Aire, Tierra, Agua) "que se transforman recíprocamente unos en otros". De allí también las maravillosas láminas de esos libros, donde la Obra era disimulada tras símbolos fascinantes: el hermafrodita que es la unión de los opuestos; el dragón que se muerde la cola u ouroboros señalando lo continuo del ciclo; el pelícano sangrante (Cristo); el amor incestuoso del mago con su "hermana mística"; la Rosa Blanca o etapa de purificación; Aries simbolizado por el carnero; el Sol (hombre) y la Luna (mujer) más los siete planetas, tutelando a los siete metales; leones y toros (la tierra), águilas y pájaros (el aire), peces (el agua), dragones y salamandras (el fuego), acosándose en total y perpetua revulsión.

Pero lo más trascendental de toda esta odisea es que los alquimistas fueron indudables precursores de la química, de la medicina vitalista y la antroposófica -basada en las teorías de Rudolf Steiner sobre las correspondencias entre organismos vegetales y animales y la unidad de la materia-, así como de la actual homeopatía a partir del principio del similibus curantur. Inclusive exploraron muchos principios matemáticos, astronómicos y -obviamente- astrológicos. Y qué decir de la física nuclear que hace realidad el sueño alquímico de la trasmutación. Por añadidura, psicólogos tan renombrados como Otto Rank y Carl Jung han reconocido que aquellos "hechiceros" se anticiparon cuatro siglos a las intuiciones del psicoanálisis y al subconsciente freudiano. Por eso, el viejo arte de la alquimia se ha reinstalado hoy, bajo otros enfoques, en el apasionado interés de muchos pensadores de este siglo.

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